viernes, 9 de diciembre de 2011

¡Quema!

Enciendo el motor, la noche aguarda. El odio que me consume se canaliza en mi cerveza y lo expulso con la velocidad que estoy tomando, sacándole trote a mi auto. La carretera está despejada, lo que facilita mi viaje. Otro sorbo más a la cerveza y la penumbra me consume, dejando atrás las luces de la cuidad. Me detengo a mear y la luna se proyecta cien metros más allá, el perfil de una mujer haciendo dedo en mi rumbo. No hay más nada que perder y tomo el volante para invitarla, apenas teniendo claro en qué dirección iba yo; sólo sabía que el estanque estaba lleno y nadie me esperaba en casa.

Al principio me miró y desconfió un poco; miró su reloj y mi cara de indiferencia para el mundo. Puso su bolso en el asiento trasero. El motor rugía cada vez más y ella sintió la necesidad de hablarme, de sacarme de la embriaguez de la velocidad (y del olor a cerveza que era evidente). No sé cómo ni cuándo, pero en un flash me encontraba aparcado y solo, gozando. Ahora sólo sé que ya no quema tanto.